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    Ana Garabal, jefa de cocina del Hospital Povisa: «Llegué a irme corriendo a buscar langostinos para un niño muy malito»

    Lleva 40 años trabajando en el centro vigués, 38 de ellos como jefa: «La prioridad es que el paciente se alimente. La comida también cura y tiene que entrar por los ojos», dice.

    Casi todo lo importante pasa frente a un plato, pero curiosamente el apetito es lo primero que desaparece cuando la muerte asoma. Ana María Garabal Vázquez (Santiago, 1962) dio de comer a las mujeres que dan a luz y, a la vez, sirvió muchas últimas cenas en el Hospital Ribera Povisa de Vigo. Hace 40 años que la jefa del servicio de alimentación del centro sanitario llegó a una cocina en la que ahora trabajan 54 personas, entre camareras, ayudantes y cocineros. Su labor es servir una media de 250 menús en las habitaciones a los pacientes ingresados y atender a otros 300 comensales del autoservicio del hospital, que son personal y visitas.

    Sería imposible alimentar a la carta en planta, pero trabajar en una cocina hospitalaria, en la que se inicia y cierra el ciclo, permite atender situaciones excepcionales. «Si vemos que una persona no escoge menú, vamos a pie de cama a hablar con el paciente. La prioridad es que se alimente. A veces basta con un consomé o un caldito, y se le hace. También he llegado a irme corriendo a un restaurante un domingo a buscar unos langostinos para un niño que estaba muy malito y dijo que le apetecían. Al poco tiempo, falleció».

    Los pacientes pueden escoger entre varias opciones de menú cada día en el E- Menú, en el que aparecen fotos de los platos que se van a servir. La alimentación está supervisada por nutricionistas y los datos se cruzan con el historial médico del paciente. Desde el servicio de cocina llevan un control de ingesta que vuelcan al ordenador. «Si un enfermo no come, se agudizará su problema. Se sirve comida como la de casa, con platos tradicionales y productos de proximidad de la dieta autóctona. La ternera es gallega y la mercancía fresca entra tres veces a la semana. Hacemos la comida y la servimos al momento, no regeneramos nada».

    En un momento en que los catering proliferan en los hospitales y colegios, que se elaboren los menús dentro del hospital es algo excepcional. «No es lo mismo que cocines dos días para cinco, que servir al momento. Por ejemplo, en un arroz o en unas patatas fritas». Los platos se terminan a las 12 del mediodía y se sirven media hora después, se emplatan en una cinta de unos 10 metros y se colocan en los carros que suben a las habitaciones. Todos los meses llega de vuelta a la cocina alguna tarjeta de menú, manuscrita por detrás, con felicitaciones para el servicio: «Vuestro trabajo tiene tanto impacto como el de los profesionales sanitarios», dice una de las notas que Garabal conserva como hebras de azafrán. «La cocina también cura y tiene que entrar por los ojos. La nuestra es agarimosa, va muy bien presentada y, en general, los platos gustan. Así nos lo dicen las encuestas que hacemos dos veces al año», presume.

    Estudió Hostelería y Gestión en Santiago, su ciudad, y se mudó a la ciudad olívica muy joven, tras casarse con un vigués. Le ofrecieron trabajar en la cocina de Povisa cuando tenía 21 años y así empezó su andadura en el hospital como camarera. En un proceso de promoción interna ascendió a encargada con solo 24 años y lleva décadas siendo la máxima responsable de alimentación. Ha sobrevivido a todos los cambios de propietarios en el hospital, aunque cuenta que temió por su empleo al principio. «Cuando era camarera eché del montacargas al jefe, entonces el doctor Alonso Pedreira. Se subió al ascensor cuando yo iba con un carro de comida. No lo reconocí y le dije que en el ascensor no podían entrar pacientes ni gente de la calle. Pero cuando me ascendieron y lo vi de frente… Me di cuenta de quién era y me puse rojo Ribera, ¡Era mi jefe supremo! Lo único que me dijo es que lo había hecho bien. Yo pensé que me despedía…». Presume especialmente de que, incluso los días de huelga, en Povisa los pacientes nunca se quedaron sin su bandeja.

    De la cocina salen en Navidad menús especiales en los que no falta el turrón y, en Pascua, siempre hay roscón en el desayuno. Las celebraciones las llevan a rajatabla: «Hemos tenido bodas de oro y de plata en las habitaciones, lo más habitual son los cumpleaños. Si hay tarta casera, se la decoramos, y si no, un flan con una vela y nata. Ese detalle, los pacientes lo agradecen. Incluso le servimos la comida a dos novios porque el chico se quemó en la despedida de soltero y celebraron la boda mientras él estaba ingresado. Les dimos de comer el día de su enlace». Sobra decir que el evento fue sin invitados.

    Los inapetentes, los cascarrabias o los que están desanimados son la especialidad de Garabal. «Hubo un marinero que no quería merluza, cada vez que le tocaba en el menú, se cabreaba. Fui a hablar con él y le dije que sin comer no pasaba, que le sustituíamos el pescado. Hay gente que no come pollo que no sea de casa y lo tenemos en cuenta». Cuando es ella la paciente y comensal asegura que es menos crítica que como jefa. Exigente y cariñosa a partes iguales, está muy orgullosa de que mujeres que han trabajado en cocina se hayan hecho después enfermeras: «Incluso uno es odontólogo». Es una de las instituciones del hospital pero, por poco tiempo, lo que está cocinando ahora es su jubilación para dedicarse a alimentar en exclusiva a sus cinco nietos.

    Su canción favorita

    «Ave María», versión de Albano. «Es una canción que me da paz, soy muy acelerada y me ayuda a relajarme. Además, me gusta mucho Albano. En la cocina no podemos tener música, hay mucho ruido por las máquinas y la actividad, pero lo que sí ponemos siempre es el sonido de la lotería de Navidad».

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