Cuando comúnmente hablamos de sexo o sexualidad, es frecuente que establezcamos una relación automática con el componente conductual del término, es decir, con la práctica sexual. El concepto de sexualidad es, sin embargo, mucho más complejo, ya que hace referencia a cómo nos sentimos y nos relacionamos con nuestro entorno, e incluso cómo nos identificamos como seres humanos sexuados.
Así, cuando hablamos de nuestra sexualidad, debemos reflexionar sobre aquellos factores que la construyen y moldean.
Uno de estos, es el entorno socio-cultural en el que nos desarrollamos (solo tenemos que revisar la diferente visión de “lo sexual” en cada cultura y lo que, dentro de esto, se considera “normal” o patológico).
También nuestras propias creencias, que pueden ser de índole religioso o estar determinadas por la educación que hemos recibido, influyen en cómo construimos y disfrutamos “o no” de la sexualidad.
Las experiencias que hemos vivido a lo largo de nuestra biografía y que pueden marcarnos en futuras relaciones sexuales, nuestra propia identidad… y por supuesto el género al que pertenecemos.
El desarrollo y la vivencia de la sexualidad no es el mismo en un hombre que en una mujer o por ejemplo en una persona que se identifica “cis” género ( es decir, con una identidad de género que concuerda con su sexo asignado al nacer) de otra que es “trans” género (cuya identidad de género y sexo asignado en el nacimiento, no concuerdan) entre otras cosas, porque se nos asignan socialmente cualidades y características que van a influir en mayor o menor medida en cómo nos sentimos con unas u otras prácticas sexuales e incluso en la forma misma de sentirnos y relacionarnos con nuestro entorno.
Habida cuenta de estas y otras muchas consideraciones, la reflexión que todos deberíamos plantearnos a lo largo de nuestra vida es, ¿estoy viviendo mi sexualidad de una forma saludable?
Para contestar a esta pregunta, en primer lugar debemos establecer cómo es una sexualidad saludable. Para ello, haremos uso de conceptos como el respeto, hacia uno mismo y hacia el otro, el autoconocimiento, tanto de mi cuerpo y las zonas de placer (por ejemplo, a través de la masturbación) como a nivel psicológico y relacional, e incluso, la etapa vital en la que me encuentro, ya que la sexualidad también se vivencia y se experimenta de forma diferente en la adolescencia, la adultez y la madurez.
Éstas, en definitiva, deben ser áreas importantes a “revisar” si queremos alcanzar una adecuada salud sexual.
Además, la elección en nuestras prácticas sexuales, debe ejercerse de forma libre (de cualquier tipo de coacción o presión), aunque también de forma responsable, con nuestra propia salud y con valores fundamentales como son el respecto y la libertad para decidir.
En el ejercicio de mi libertad de elección y práctica sexual, es importante conocerme y anticipar cuáles son los “escenarios” en los que me puedo encontrar y a los que me quiero exponer, para cuidar mi salud en las prácticas sexuales de la mejor forma que se puede hacer, con la prevención.
En este sentido, el uso del preservativo y anticipar que pueda necesitarlo, podría marcar la diferencia entre realizar una práctica sexual de riesgo o segura para mi salud. Por último, también debemos tener en cuenta que todas aquellas prácticas que alteren mi capacidad para tomar decisiones y asumir el control de mis actos, como por ejemplo el abuso de alcohol o el consumo de drogas, me hacen más vulnerable a comprometer mi salud sexual con conductas de riesgo o exponiéndome al mismo.
Como conclusión, cuando reflexionemos sobre la sexualidad y cómo ésta se relaciona con nuestra salud, es conveniente que tengamos presente la complejidad que el término abarca, porque hablamos de la esencia misma del ser humano, y es importante que desarrollemos un espíritu crítico ante mandatos sociales, imposiciones, coerción, intolerancia, o discriminación, todo ello sin olvidar la propia responsabilidad en el desarrollo de una sexualidad libre, responsable y placentera.